lunes, 29 de septiembre de 2008

El Murciélago y el Gallo

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Viven en mi fraga un murciélago y un gallo.
El murciélago, se llama Abrenoche, y el gallo, Kíkirikí.


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Algunas personas mayores ya los conocen, pero tú, todavía, no.
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Tampoco has llegado a conocer a tus bisabuelos, Valentín y Carmen, pero he de decirte, querido niño mío, que ellos me legaron no solo una vida y una determinada forma de cómo vivirla, sino, además, un trozo de Aznaitín; el monte más precioso del mundo, hijastro de Sierra Mágina, donde está mi fraga y que, algún día, te enseñaré. Siempre, Álvaro, lo conservaré para tí.
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La Fraga es un diminuto espacio de la alta Andalucía, húmedo, frondoso y circundado de macizos rocosos que la convierten en una fortaleza natural, a la que únicamente se accede por una intrincada y serpenteante carretera estrecha, olvidada de los presupuestos provinciales. Para representarla gráficamente, bastaría con mirar un nido de oropéndolas. Así, en lo más intrincado de la espesura y colgadas en la propia falda del Aznaitín, aparecen tejidas, con gran fragilidad, sus casitas blancas.

Parece que está en el fin del mundo, porque no constituye lugar de paso a ninguna parte. Está allí y únicamente podrás encontrarla si has decidido ir allí. Es decir, lejos de parecerse a otros lugares de su entorno que se comunican y surgen en el cruce y confluencia de caminos, para intercambio de ideas y mercancías, La Fraga es, en sí misma, un destino. Aún más, es el único destino. Porque el ramal de carretera que parte para ella, no conduce a otra parte y en ella se agota. La orografía hace el resto. O, ¿ acaso lo uno no es sino consecuencia de la otra?. Tal vez sí, pero cualquiera que sea el motivo, esa característica ha condicionado desde siempre la forma de ser de sus gentes. Gente honesta que gusta del vino nuevo y costumbres antiguas.

Pocos son los que se acercan a mi Fraga, pero cuando alguien decide ir a visitarla (porque por allí nunca se pasa), llevando un alma atenta, vertida hacia fuera, en estado de novedad, se entera de muchas historias. No hay que hacer otra cosa que mirar y escuchar, con la misma ternura, emoción y afán de saber que hay en el espíritu de los niños. Entonces, se comprende que existe otra alma allí; almas infantiles, pequeñitas y variadas, como mariposas, y que se entienden, sin hablar, con la nuestra; como se entienden entre sí los niños pequeñitos como tú, Álvaro, que tampoco saben hablar.

A medida que la tarde se extingue, el frescor del río se extiende agradablemente por toda la fraga; los mosquitos y las típulas se mezclan en sus vuelos inestables con las mariposas que aprovechan las últimas horas de luz libando las flores que, copiosamente, cubren todos los rincones del campo. Lentamente, los sonidos de las sombras sustituyen a los del día, y el reclamo gárrulo de los críalos, la estrofa de la abubilla y la cadenciosa llamada del cuco, se troca por el ulular de los mochuelos, el reclamo del autillo, el zizagueo de los pavones nocturnos y los chasqueos metálicos de los murciélagos que se entregan a una interminable persecución de polillas, mosquitos y efímeras, como si estuvieran zurciendo el negro velo de la incipiente noche.







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En esa hora incierta entre el día y la noche, es cuando Abrenoche se desprende del asidero de su oscuro rincón en el alero del pazo y, con sus alas, comienza a parpadear, con un vuelo incierto, sobre la luz, todavía gris, de la tarde que se acaba. Sube, baja, tuerce y quiebra, tejiendo una maraña en el aire. Quiere avisar que la noche llega. Lleva sus alas, como una capa, como un negro manto que predice la noche venidera, advirtiendo que se ha ido el sol y que las luciérnagas han de encender sus linternitas entre las zarzas, porque ya es inútil abrir los ojos para saber por dónde acecha el peligro.

Por el contrario, Kírikikí anuncia, con su canto, la luz futura; el nuevo día que seguirá a la noche, superándola. Él tiene la llave del alba y en sus plumas está el iris. Cuando las alborota, su roja cresta queda como el fuego del sol entre una aureola de rayos rubios y nos señala el tránsito de la oscuridad a la luz, con su canto. Es, pues, el amanecer de un nuevo día para vivirlo.... ¡intensamente¡







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Querido niño mío. Cuando algún día esto leas o te lo lean, quizás comprenderás algo. Abrenoche y Kíkiriquí son tan diferentes que apenas si se conocen, pues cuando uno duerme, el otro despierta. Y sin embargo, ambos coexisten, se respetan y nos son necesarios. Son el día y la noche; el pánico a las sombras de nuestros propios miedos y el amanecer a la esperanza de cada nuevo día. No prejuzgues nunca. Conócelos y luego... elige. Hay gente distinta que habita diferentes mundos y que, en su diversidad, hacen que la vida sea el don más preciado que hayas podido recibir. Sé, siempre, Tolerante.

Así, pues querido Álvaro ¡ VIVE¡

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Alvaro bonito,

Tu abuelito ha olvidado mencionar algo muy importante, y es que aunque el gallo y el murciélago son diferentes como la noche y el día, los dos comparten el mismo don: si lo desean, pueden VOLAR.

Un besito

Anónimo dijo...

No sólo hay luz en el día ni oscuridad en la noche.
Hay seres que esperan las tinieblas como medio más propicio para abrirse a la vida pues en la claridad del día aparecerían lentos y desmañados. Otros, en cambio, necesitan pleno sol para mostrarnos todos sus encantos aletargándose antes de poner de manifiesto su torpeza con la oscuridad.

Así es que, Alvaro, no te aflijas. No hay motivo de desazón, siempre la vida bulle. No importan las condiciones, lo fundamental es que exista VIDA y que ésta fluya.

Anónimo dijo...

Cuanto más nos acercamos al cielo más no apegamos a la tierra, como clavando los pies en ella. La tierra siempre está ahí, en tu cerro o bajo tus zapatos. Tú hederarás el mundo global, la Tierra con letras grandes y la tierrecita pequeñita. Nosotros no somos dueños de la tierra, ella es nuestra dueña, la grande y la pequeña. El planeta viaja por el espacio con todos dentro, buenos y malos, el día y la noche. Si no existiera el día no valdrían para nada los ojos, si no existiera la noche no valdrían para nada los sueños. Pequeño Alvaro, el mundo es tuyo, la tierra es tuya tanto como tú quieras afianzar tus pies sobre ella. La luz del nieto es como la de la tierra: refleja la de su abuelo, el gran sol de Sierra Mágina. Tienes suerte de estar protegido por su sombra.

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Escucha, niño mío, ahora que yo y tú, Álvaro, estamos solos, te quiero contar un cuento:
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